9 de enero de 2009

La caida

Caías del décimo piso y como vivo en el séptimo del mismo edificio, te vi por la ventana cuando pasaste. Tu aspecto era desaliñado, la mirada desorbitada, la ropa en desorden. Te imagino con los esfínteres flojos.
En el vuelo, parecías un cóndor desahuciado o un presidente que ha perdido la guerra.
Seguro que en el trayecto hasta llegar al suelo no tuviste tiempo para pensar; aunque de cualquier forma, tampoco hubieras podido revertir la ley de la gravedad.
Por lo visto, no era un ensayo, no había doble en esta pirueta mortal. La manija de la que te agarrabas a la vida estaba rota sin remedio y el pasamano que te sostenía al borde del abismo, se quebró.
Cuando diste el envión desde la azotea, quedaste en manos del azar, y para colmo en su parte más siniestra, donde están amontonadas las tragedias y los dolores.
Perdóname, no supe como despedirte en ese instante cuando pasabas frente a mi ventana. No se me ocurrió nada. Pude haberte dicho como expresión de deseo: “Que te sea breve el trayecto, breve la agonía y numerosa la comitiva que te acompa-ñe al camposanto”.
Y aunque parezca mezquino recordarlo, tu inoportuna y funesta decisión impidió vender mi departamento, que se había desvalorizado por el escándalo.

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