9 de julio de 2009

La letra con hambre entra

Esa noche a mediados de Junio el céntrico recinto se encontraba abarrotado de público, se conmemoraba “el día del escritor”. Por los diarios, durante las semanas previas, habían promocionado la presentación del libro de un renombrado filósofo local, tal vez el último espécimen que nos quedaba. También la sede vernácula de la Sociedad de escritores aprovechaba para inaugurar una plaqueta de bronce homenajeando a los más esclarecidos autores provinciales. Por supuesto que la inmensa mayoría de ellos, ya hace tiempo que se hallaban bajo tierra.
Al primer golpe de vista llamó mi atención la avanzada edad de los concurrentes, sólo de tanto en tanto se veía el rostro de algún joven que como extraña pincelada en color rompía la monotonía del conjunto. La sala rebosaba abrigos de pieles, collares, colgantes, prolijos peinados y dentaduras sospechosas. El escenario resultaba adecuado. Estábamos cobijados en un gran salón estilo andaluz que tenía un techo artesonado con hermosas vigas de encina y ventanas con vitrales y molduras morisco-granadinas que embellecían las paredes. Un amable compañero de asiento me comentó entusiasta que nos encontrábamos ante el más representativo y perfecto diseño de edificaciones españolas del siglo pasado en nuestra capital.
La locutora oficial tomó el micrófono y saludó a los asistentes dando por supuesto que se encontraba frente a un selecto grupo de literarios regionales, después concedió la palabra al principal funcionario del área. Éste se refirió a los valiosos logros de su gestión y al papel fundamental que él asignaba a la literatura entre sus preocupaciones diarias. Las palabras se perdieron en medio de efusivos aplausos. A su costado en la mesa que presidía el evento, una licenciada universitaria con abultado curruculum, enarboló el micrófono y se encargó de bosquejar una reseña enjundiosa del libro del intelectual que nos convocaba. Era éste un hombre alto, delgado, adusto y de edad avanzada que estaba sentado en el lugar de honor. La exposición bien documentada se fue recargando con el correr de las palabras en elogios calurosos y referencias a la extensa y prolífica trayectoria del autor. Al terminar su alocución le tocó el turno al homenajeado, quién aferró el grueso volumen que tenía ante si y lo describió como el segundo tomo entre una serie que trataba acerca de Historia de las Ideas del siglo XX. Se refirió a las fuentes consultadas y a su meticulosa elaboración, de pronto lo abrió y se puso a leer algunos fragmentos. La sala de improviso pareció invadida por luciérnagas los flash de las cámaras de fotos y de los celulares se peleaban para inmortalizar aquel instante.
El erudito dejó el libro a un lado y jovial, comenzó a extractar de su memoria una sucesión de anécdotas personales sobre amistades y recuerdos atesorados durante la juventud. De repente un fuerte aplauso que venía de la parte posterior le impidió seguir su disertación, como el aplauso continuara y continuara mas allá de lo normal, el pensador se puso de pie algo confundido y entre venias agradeció la cortesía, viéndose en la obligación de dar por terminada su participación.
Yo que estaba en una de las filas del medio vi con el rabillo del ojo que una horda se desplazaba presurosa hacia las mesas colocadas a los costados; en donde acababan de aparecer un alto de cajas con empanadas humeantes y se divisaban una hilera de vasos descartables, colmados de vino tinto. La marea atropelló motorizada por una agilidad impensable para tantos años y achaques. Noté que en varias carteras abiertas desaparecía la comida y en pocos minutos no quedó nada, o quedaron sí, algunos restos despanzurrados de picadillo y masas rotas sobre las bandejas de cartón. En el escenario un cantante folklórico, imperturbable, continuaba con el programa y ejecutaba acompañado por su charango una zamba con la letra indescifrable debido al batifondo. Luego de la espasmódica avalancha, los contertulios de pie intercambiaron impresiones y charlaron un rato más, eso duró hasta que el vino se acabó. Después se retiraron bajando la ancha escalinata de mármol con pasos tambaleantes pero decididos. Iban rumbo al Oeste, parece que cerca, se realizaba una muestra de pintura abstracta en el museo de la plaza Independencia donde servirían canapés y vino blanco.
Ante mi gesto de pasmo por el explosivo episodio que acababa de presenciar. El solícito vecino que me había hablado antes, me explicó que desde la crisis de los noventa en la ciudad existía una brigada especializada de jubilados que completaban su dieta de esta manera y de paso acrecentaban su acervo cultural. Y agregó indulgente, “Quizás así, ellos logren obtener la sabiduría suprema que de otro modo cuesta tanto esfuerzo alcanzar”.