31 de agosto de 2009

el encargo

El encargo



La puerta enmarcaba a un hombre huesudo de gorra y traje color arena. Un bolso de cartero le colgaba del hombro. Su mirar como desenfocado parecía observar por encima de mí, hasta donde se hallaba algo que uno no alcanza a percibir. Me preguntó si conocía a González, le contesté que sí, aun-que no era su amigo y no lo trataba demasiado. El visitante sacó con parsimonia un sobre y me pidió por favor que se lo entregara en cuando lo viera. Luego se despidió
A pesar de mis afanes por ubicarlo en el café y otros sitios que solía frecuentar, no encontré a González. Nadie lo había visto por esos días; así que después de llevar conmigo en el bolsillo del saco el encargo durante varias semanas, lo puse en un cajón del escritorio hasta conseguir noticias del ausente. Y lo olvidé, como un tren acostumbra olvidar las es-taciones que se traga la distancia.
Varios años después, una opaca tarde de invierno sonó el timbre de la puerta, cuando abrí, me encontré frente al enig-mático rostro del mensajero. Sentí cierta culpa absurda y le expliqué tartamudeando que resultó imposible hallar a Gonzá-lez y cumplir con su pedido. Fui hasta el interior para traer la carta. Cuando estaba por entregársela, el interlocutor me con-tuvo con un imperioso gesto de la mano extendida y expresó: « No es necesario Rocamora, el contenido del mensaje ahora es para usted».La solemnidad de su voz activó en mi interior el mecanismo de defensa, pero antes de que pudiera pedirle mayores explicaciones había girado y su espalda esmirriada desaparecía doblando la esquina.
El sobre blanco y alargado que carece de dirección o remi-tente ahora reposa amenazante sobre el escritorio. Nunca intenté abrirlo, no puedo, aunque adivino que en su interior crece y crece una pústula inmanejable. Aquella horrible certi-dumbre me paraliza y cada vez más, ahuyenta cualquier espe-ranza proveniente del futuro.

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